Y de nuevo la escena del maldito chocolate. Yo comiendo algo prohibido. El tío golpeando el respaldo del sofá con ritmo. Como un reloj.

Solo se comportaba así con la familia. Fuera de ella parecía "normal". Si eso existe…

Y ahora Vlad. Su mano sobre la mía. Su voz suave:

–Sabes, tuviste suerte de conocerme —empezó con dulzura—. Otro ya te habría dejado. Pero yo vi lo que nadie vio. Tan frágil, tan delicada, con esa alma de porcelana. Te aferras a la bondad porque te faltó. ¿Quién, sino yo, podría entender eso? Fui tu salvación. Sin mí… tú sabes, no lo lograrías. Te habrías derrumbado. Necesitas apoyo. Y yo lo soy. Acéptalo. ¿No ves la suerte que tienes? Lo sientes. Admítelo.

Y yo sonrío. Asiento. Y dentro de mí despierta aquella niña. La que se esforzaba por agradar. Que asentía para evitar los golpes. Que agradecía a todos los dioses cuando al tío le iba mal, cuando lo tumbaba la enfermedad y no podía alzar el brazo. Cuando no temblaba en el sótano o en la escalera, esperando que la abuela volviera. Entonces podía estar en casa. Entonces había silencio. Seguridad. Por un tiempo.

Y fue en ese tiempo que empecé a notar coincidencias. Si de niña, entre lágrimas, suplicaba mentalmente que el tío desapareciera, él de pronto se enfermaba. Se retorcía. Lo hospitalizaban. Y yo sabía: no era casual. Era exacto. Alguien me escuchaba. Alguien me vengaba.

Al principio pensé que era el chocolate. ¡Era imposible comer tanto y no morir! Milagro que sobrevivía.

Pero luego pasaba sin dulce. Aunque lo cuidaban, aunque seguía dieta, igual caía. Y yo lo sabía —era por mí. No podía explicarlo, pero era así. Había una Fuerza. Algo o alguien de mi lado.

Kolya lo notó. Me miraba desfigurado, murmurando que era pura maldad. Que detrás de mí había una sombra. Que lo atacaba. Gritaba, golpeaba las paredes, decía que yo era bruja. ¿Y la abuela? Solo decía: "Está enfermo. No le hagas caso." Pero yo sabía. No era locura. Era algo más. Algo que me protegía. Un ángel guardián. Tal vez el mismo que venía en mis sueños y me hablaba del futuro.

Y ahora Vlad me sostenía la mano. Y esa ilusión familiar de calor se deslizaba en mi cuerpo. Algo se contraía y soltaba dentro de mí, como si volviera a ser niña. Sentía que con él todo estaría bien. Que su dureza era fuerza. Su frialdad, protección. Su control, cuidado. Su violencia, amor. Y yo —agradecida porque hoy no gritaba. No estaba enojado. Estaba allí. Y no daba miedo. Aún no.

A veces pensaba que en esos momentos podía creer en la ilusión. Olvidarlo todo —sus gritos, humillaciones, golpes. Porque ahora solo sostenía mi mano. Y si cerraba los ojos, podía imaginar que me amaba. Que le importaba. Que yo —importaba.

Pero luego, en la cocina, ocurrió algo extraño… La radio se encendió sola. Decía: "No tienes que ser conveniente. Tienes derecho a ser tú."

Me quedé inmóvil. Como si una descarga me recorriera. Las palabras se clavaron como agujas. Me despertaban. Rompían el hechizo. Pero lo que más me impactó no fue la frase —fue cómo apareció. Como si alguien la hubiera puesto ahí para mí. Como si alguien viera. Oyera mis pensamientos. Era una señal. Clara. Precisa. Calculada.

Sentí cómo todo dentro se detenía. Era esa sincronicidad de la que hablaba Jung. Una señal. Como si el mundo me hablara. Tal vez ya lo había vivido. ¿Déjà vu? Sabía que esas palabras sonarían. Que así las escucharía. Y algo despertó. Supe: me guían. No me dejaron. No me olvidaron.

Entonces Vlad entró —y apagó la radio.

–¿Por qué escuchas eso? Tonterías. Te hace daño. Es cosa de sectas…