No había teléfonos móviles. No había forma de saber. Solo quedaba esperar… y rezar. Y yo rezaba, temblando: por favor, que esté bien. Que no haya muerto. Que no haya sufrido por mi culpa.

Cuando regresé a casa, empapada y congelada, la abuela dijo: – Estúpida. Ahora te enfermarás. No tengo dinero para curarte. Y me cerró la puerta en la cara.

Mi madre llamó dos días después. Allá en su aldea nadie tenía teléfono. Tuvo que ir hasta otra ciudad para poder marcar. Me dijo que no pudo venir. Lloraba. Se disculpaba.

Y yo… no dije nada. Solo lloraba. Porque dentro de mí ya sabía: a veces, quienes más esperas… simplemente no vienen. No porque no te amen. Sino porque no pueden. Y al escuchar su voz, me rompí. Me aferré al teléfono como a un salvavidas. Todo ese tiempo viví con miedo. Miedo de que ya no estuviera. De que estuviera muerta. Que fuera culpa mía.

Y entre sollozos le dije: – Mamá, ven por mí, por favor. Me siento mal. La abuela me pega. Kólya también. No quiero vivir aquí más.

Silencio. Como una losa. Y luego, su voz, temblorosa: – Lo sabes, Lera… Papá se opondrá. Ya lo intentamos. Siempre hay peleas. Se pone como loco. Grita. Se pone mal. No puedo…

Y lloró. Me pidió perdón. Por no poder. Por no lograrlo. Por rendirse.

Y yo la escuchaba, y moría por dentro. Como si yo fuera una maldición. La causa de su dolor. Ese ángel, mi madre, lloraba… por mí. Entonces supe: yo era el problema. Una carga. Un error.

Y desde ese día, nunca más supliqué. Jamás. Decidí no causarle dolor. Jamás. Mejor me quedaba callada. Sería buena. Paciente. Invisible. Con tal de que ella no volviera a sufrir.

Desde entonces, aprendí a tragarme el llanto. A esconder el dolor. A no llorar. Aunque me desangrara por dentro. Aunque me rompiera por la soledad. Porque si ella lloraba de nuevo por mi culpa, yo no lo sobreviviría.

Capítulo 5. Su voz

Al día siguiente fui a la farmacia. Por primera vez en mucho tiempo, sola. Vlad normalmente se encarga de todo. Dice que no debo salir más de lo necesario. Que no es seguro. Que el mundo se ha vuelto cruel. Que la gente es mala. Que debo tener cuidado.

Pero esta vez, él se olvidó de comprar tiritas. Y yo salí. Casi sin respirar. Como si estuviera escapando.

La mujer de la farmacia tendría unos cuarenta años, con los ojos cansados. Le pregunté por las tiritas, y de pronto me miró de otra forma. Más atenta. —¿Estás bien? —preguntó, como al pasar, pero en su voz había algo cálido, vivo.

No me lo esperaba. Fue como si me atravesara un rayo. No supe qué decir. Asentí. Demasiado rápido. Sonreí como pude: forzada, educadamente.

–Es que estás muy tensa —dijo—. Cuando trabajaba en el orfanato, los niños miraban así. Como esperando que alguien los golpeara.

Se me cayó la billetera. No fue a propósito. Simplemente mis dedos se volvieron de algodón. Ella la recogió en silencio y me la tendió. Luego añadió, en voz baja: —Conozco esa mirada… —Se inclinó un poco hacia mí, sonriendo con calidez—. Cuando por dentro hay un nudo y la boca parece cosida. Cuando quieres hablar pero no sabes por dónde empezar.

Yo no dije nada. Pero ella siguió: —Si algún día quieres simplemente hablar, ven. Después de las seis estoy sola aquí. Tengo té. Y silencio donde se puede ser una misma. Sé escuchar sin juzgar. Sin dar consejos. Solo estar.

Me miraba como si supiera más de mí que yo misma. Como si supiera todo lo que nunca dije. Y no me presionaba. Solo ofrecía un espacio. Era aterrador… y tranquilizador a la vez.

Me fui sin mirar atrás. Caminaba hacia casa, pero seguía escuchando su voz. Sonaba dentro de mí más fuerte que todas las palabras de Vlad de los últimos meses. Porque no tenía peso. Ni presión. Ni trampas.