Y asentí. Dije: "Tienes razón". Aunque por dentro todo temblaba. Como si algo invisible y vivo dijera: "No estés de acuerdo. Es mentira". Y la niña en mí lloraba. Y por primera vez —no de miedo, sino de reconocimiento. Del dolor de que la verdad, la verdadera, por fin rompiera la pared —y susurrara: "Tienes derecho a ser tú. Mereces más."

Capítulo 4. Un pequeño "no"

Por la mañana, me pidió que le llevara el teléfono desde el cargador.

Justo estaba limpiando el suelo de la cocina, ya de rodillas, con el trapo en la mano y el agua escurriendo por mi codo. Levanté la cabeza y dije: – Tómalo tú —sin apartar la mirada del suelo—. ¿No ves que estoy ocupada? Ya casi termino.

Él se quedó inmóvil. Por una fracción de segundo. Luego dijo lentamente: – ¿Qué dijiste?

Y de repente entendí: eso había sido un "no". No grosero. No tajante. Solo un simple "ahora no puedo". Pero en su universo, eso era una amenaza. Una rebelión. Una traición.

No gritó. Simplemente se levantó. Caminó en silencio. Cerró la puerta del dormitorio con un golpe seco.

No me habló en todo el día. No me miró. No me tocó. Por la noche, dijo: – Sabes, he empezado a pensar que ya no eres la misma. Que estás olvidando quién eras sin mí.

Me quedé callada. Quise decirle que estaba cansada. Que soy humana. Que no soy su sirvienta. Pero la lengua pesaba. Cada palabra era una bala.

Y volví a sentir culpa. Por haberme atrevido. Por haberme escogido. Incluso por solo dos minutos.

Más tarde, me regaló un pijama nuevo. Suave, con flores. Dijo: – Aun así te amo. Incluso cuando te pones caprichosa. Te perdono.

Y yo asentí otra vez. Y esa noche soñé que gritaba. Directo a su rostro. A todo pulmón. Sin palabras. Solo un grito. Y él… sonreía.

Después soñé con ese sueño que se repite, mi pesadilla constante. Estoy en el andén. Él está a mi lado. Me toma la mano, y su tacto me da calor. Pero no es el mismo de la vida real. Es el Vlad del que me enamoré. El del vínculo sagrado. Ese solo vive en mis sueños. Al despertar, lo busco y me topo con el otro. El de verdad. Parecen gemelos, pero no lo son.

Allí estamos… frente a un tren negro, como salido de un sueño ajeno. El vapor se eleva como si viniera de los pulmones de una bestia muerta. Vlad aprieta mi mano… y luego la suelta.

Pierdo el equilibrio. Como si al soltarme, me arrancaran del suelo. Él sube al vagón. Yo espero. Espero que me tienda la mano. Que diga: «Vamos, Lera». Pero dice: – Lera, tú no vienes conmigo. Ese no es tu tren.

– ¿Qué? —la voz no sale, la garganta se cierra—. Pensé que viajábamos juntos…

Me mira con una especie de lástima, casi cariño. Pero distante: – No. Nunca viajamos juntos. Solo que no te diste cuenta.

Y me quedo ahí, congelada. Él se gira y desaparece. Grito algo, pero no hay voz. Solo aire. Solo dolor.

El tren arranca. El crujido del metal desgarra el silencio. Y entiendo: no volverá. Me quedé sola. Y lo más aterrador es que… siempre lo supe. Solo que no quería verlo. Me aferré a ese andén vacío, esperando que él regresara, cambiara de idea, extendiera su mano.

Tenía ocho años cuando mi madre dijo que vendría ese fin de semana. La esperé desde temprano. Me senté en el banco frente al edificio con mi mochilita: llevaba un cuaderno, un libro y la portada vieja de un cómic. Empezó a lloviznar. Luego la lluvia se volvió fría, pesada. Me empapé. Pero no me moví.

Seguía esperando. Porque si ella lo dijo, vendría. Es mi mamá. Las mamás no fallan.

Una hora. Dos. Tres. La gente pasaba, me miraba raro. No me importaba. Miraba cada coche, cada curva. Y de pronto, el miedo: ¿Y si le pasó algo? ¿Y si tuvo un accidente?