Capítulo 6. Por favor, solo vive
Le construí una casita en el cobertizo, donde hacía un poco más de calor – con cajas viejas, abrigos, trapos – lo que encontré. Mamá me ayudaba, y el abuelo caminaba detrás de mí como una sombra, con una sonrisa sarcástica en el rostro.
–¡Se va a morir! ¡Te juro que ese chucho tuyo se va a morir! – siseaba.
–¡No! ¡No lo permitiré! ¡Va a vivir! – repetía yo con firmeza.
Y en aquel periodo maldito, cuando la temperatura afuera era increíblemente baja, calentaba a Rém por las mañanas en mi pecho, lo escondía bajo el abrigo. Porque hacía treinta y siete grados bajo cero – una locura. Porque él temblaba, pero no lloraba. Porque yo sí lloraba, y él no.
Por las noches rezaba para que sobreviviera una noche más, porque justo después del anochecer y especialmente al amanecer, la temperatura bajaba aún más.
Rogaba que lo dejaran entrar a casa. Aunque fuera una noche. El abuelo no lo permitía. Las mismas palabras de siempre: «Este es mi territorio». Solo que esta vez estaba demasiado tranquilo. Aceptó con demasiada facilidad cuando mamá suplicó en serio. Movió la mano con rapidez: «Que viva en el cobertizo». Y yo, tonta, le creí. Tenía once años. Quería creer.
Arropé a Rém con abrigos, le puse una chaqueta vieja al lado, junté más trapos. Se hizo un ovillo, puso su cabeza sobre las patas y me miró como si lo entendiera todo. Como si ya supiera lo que vendría. Y yo le prometí que estaría con él. Siempre.
Por la mañana lo encontré en un montón de nieve. Estaba duro, como un bloque de hielo. Los ojos abiertos. Espuma en los labios. Lo sacaron. Lo tiraron. Como basura.
Grité. Grité tan fuerte que parecía que el cielo se rompía. Vomitaba de tanto dolor – puro, primitivo. Lo apretaba contra mi pecho, suplicaba: «Respira… Por favor, solo respira…». Le prometía todo lo que podía – que estaría con él siempre, que nunca más lo dejaría, que todo estaría bien… Solo que respirara. Solo un aliento. Le acariciaba el hocico, repitiendo, susurrando, implorando como un conjuro: «Por favor, vive…»
Y en la ventana – el abuelo. De pie. Con una sonrisa torcida. Mirando cómo lloraba en la nieve, cómo mi alma se rompía en pedazos. Sabía lo que hacía. Quería verlo. Se alimentaba de eso.
Mamá salió, me tomó por los hombros, me apartó, me abrigó. Dijo: «No sufrió. Se congeló rápido». Pero no le creí. Porque así no mueren los ángeles.
Luego fue a la cocina. A preparar la comida. Para todos. Incluso para él. Y en ese momento entendí: aunque seas luz, igual pierdes si te sientas a cenar con la oscuridad. Desde ese día, no volví a pedir protección a nadie.
Fue hace tanto… Y sin embargo, ese recuerdo vuelve a mí una y otra vez – como si cayera por una grieta del tiempo directo a esa realidad. A ese punto de dolor, donde todo se detuvo.
Estoy sentada en la nieve helada, de rodillas – entumecidas, mojadas, como si no fueran mías. En mis manos – él. Ya no cálido. Casi piedra. Un poco más – y se congelará por completo. Si miro de cerca, podría parecer que su orejita tiembla, apenas. ¿O me lo imagino? Pero no respira… Nada.
–Respira. Te lo ruego… solo respira… Perdóname… Perdóname, Rém… Perdóname, mi ángel, es mi culpa… Lo prometí, pero no te protegí… Y ahora… Respira. Por favor… solo respira…
No se mueve. Sus ojos entreabiertos, pero ya no hay mirada. Lo acaricio entre las orejas, como siempre hacía cuando dormía en mi pecho, cuando lo calentaba con mi cuerpo.
–Estoy aquí, ¿me oyes? No me voy a ir. Nunca. Solo respira…