Y sólo una idea me martillaba en la cabeza: él lo sabe. Siempre lo sabe, cuando respiro un poco fuera de sus reglas.

Y siempre siente celos. Sin razón. Sin motivo. Sin hechos. Dice que un hombre debe controlar a la mujer, porque ella es el punto débil. Emocional, espontánea, ilógica. Dice que puedo equivocarme. Que puedo dejarme llevar. Sin querer. Sin darme cuenta.

–Las mujeres no piensan con la cabeza —decía. – Ustedes fantasean. Una mirada, una sonrisa —y ya están allá, en su imaginación. Y luego es tarde.

Yo escuchaba y no entendía para quién era ese discurso. Nunca le di motivos. No coqueteo. Ni siquiera miro a los lados.

Una vez estábamos viendo una serie. Me preguntó: “¿Te gusta ese actor?”. Sin pensar, respondí: “Bueno… es guapo”. Y ya. Desde entonces —de vez en cuando, con ironía, como si nada:

–¿Otra vez pensando en tu galancito? ¿Qué, ya te llamó desde la televisión?

Intenté explicarle que era solo un actor. Solo una palabra. No me escuchaba. Decía:

–Sé lo que piensas. Mejor que tú misma. Los pensamientos no son un juego. Los pensamientos de una mujer —menos aún. Necesitan control.

Y empecé a tener miedo incluso de pensar. Porque si se enteraba de que pensaba algo indebido —me castigaría con silencio. O con una sonrisa envenenada. O con una frase amable que cortaría como cuchilla.

Y otra vez aprendía a sujetarme. Incluso dentro de mi cabeza.

Al día siguiente, me trajo el té a la cama. Con miel y limón. Como me gusta. Como si supiera que no dormí en toda la noche, que por dentro todo temblaba. Me besó la frente y dijo:

– Sólo quiero que estés a salvo. No soy tu enemigo. Te amo. Pero tú… a veces actúas como si no supieras lo que es el amor.

Guardé silencio. Él sostenía la taza en la mano, sentado al borde de la cama, y hablaba con suavidad:

– Entiende, una mujer decente no deambula sola por las calles. No busca pretextos. No juega con fuego. No querrás destruir lo que tenemos, ¿verdad?

Negué con la cabeza enseguida. No, claro que no. No quiero destruir nada. Solo… solo quería respirar. Un poco. Sin que se notara.

– Tú misma lo sabes —continuó, – los hombres te miran. Lo sienten. Tú no eres como las demás. Puedes ni darte cuenta de cómo caíste. Y luego es tarde. Por eso estoy aquí. Te guío. Te sostengo, porque te amo. Porque tú no sabes cómo cuidarte.

Lo decía tan sinceramente. Como si me salvara de mí misma. Lo escuchaba y sentía la culpa asomar otra vez. La vergüenza. Como si mis pensamientos fueran un delito. Como si la libertad fuera un virus y él me estuviera curando de eso.

Se fue, y yo me quedé con la taza en las rodillas. Sin beber. Mirando cómo el vapor subía y desaparecía. Como yo —dentro de estas paredes. Y en un momento, viendo ese humo transparente, me golpeó. Como una descarga. Una revelación.

Esto no es cuidado. Es una jaula. De terciopelo. Cálida. Con paredes suaves. Pero jaula al fin. Sus palabras —grilletes de felpa. Su "amor" —una correa.

Sentí miedo. Porque entendí que no sé cómo se respira de verdad. Se me olvidó. Me acostumbré a inhalar con su permiso. A creer que la libertad es peligrosa. Que yo misma soy un error, una amenaza, un fallo del sistema.

Él lo llamaba amor. Pero en realidad —era adiestramiento. Cariñoso, sí. Pero adiestramiento.

Por primera vez vi acero en su voz. Control en su caricia. Frío en sus palabras "cálidas". No quería que yo estuviera bien. Quería que me sintiera cómoda… con él. Quería que no pensara. Que me sintiera culpable por cada respiro sin su consentimiento.