Mi rostro está mojado, no sé si lloro o solo sudo del dolor. Ya no respira.

Lo mezo en mis brazos, como a un niño, y murmuro todo lo que no dije: que fue mi mejor amigo, que me salvó de la soledad, que no merecía un amor así, pero él me amó igual. Solo por existir.

En el pecho hay un vacío. Frío. Hueco. Un abismo donde cae mi grito. No me oigo. Solo silencio.

Y mis dedos aún acarician su pelaje congelado. Ya está áspero. Huele – a humedad, a frío, a la calle. Como siempre. Como un hogar que nunca fue hogar.

Y de pronto – un recuerdo fragmentado.

El primer encuentro. Estaba en una caja detrás del cobertizo. Pequeño, desgreñado, con una mirada salvaje. Bufaba a todos, no dejaba que se acercaran. Solo a mí – se acercó. Simplemente vino. Olfateó mi mano. Me lamió. Y se quedó. Para siempre.

Entonces le susurré: «No te voy a dejar». Y no lo dejé.

Y ahora… se fue. Pero yo me quedé. Sola. Y sentía – para siempre.

Una y otra vez repito: «Respira… respira…», como si fuera una oración. Como si fuera magia. Pero no funciona. Y por primera vez en mucho tiempo llamo en voz alta:

–Dios mío, por favor… Llévame a mí en su lugar…

El aire está quieto. La nieve cae sobre su hocico, sobre mis manos, sobre mi cabello. No me muevo. Lo prometí. Estoy aquí. Hasta el final.

Y entonces siento que todo ese dolor – soy yo. Todo. Desde los talones hasta la coronilla. Como si el cuerpo ya no fuera mío. Soy solo un recipiente para el sufrimiento. Un vaso lleno de toda la injusticia del mundo.

Él yace tranquilo. Inmóvil. Congelado en un momento del tiempo. Para él, ya no existe. Y yo sigo viva. Yo estoy sentada. Acaricio. Y espero. ¿Qué? ¿Un milagro? ¿El fin? ¿O al menos un sueño, en el que reviva y corra hacia mí como antes?

Pero por ahora, solo existe la realidad. Fría. Sin aliento. Verdadera. Y tras la ventana – la mirada triunfante del abuelo. Está feliz. Ganó. No necesitó decir nada – sus pensamientos estaban escritos en su rostro. Era felicidad cruda. Tan evidente que parecía: límpiala con un cepillo – y volverá a salir, como la mugre en una pared agrietada. Miraba cómo apretaba ese cuerpo helado en mis brazos y sonreía. Como si él mismo me hubiera arrancado el corazón y ahora disfrutara de su latido en sus propias manos.

Capítulo 7. Él lo siente

No le dije a Vlad que salí. No le avisé, como suelo hacerlo. Simplemente lo hice. Y algo dentro de mí se movió, como si por primera vez respirara sin su filtro. Pero él lo sintió. Siempre lo siente.

Por la noche, guardó silencio. No como de costumbre – con tensión, con ese aire teatral. Sino tranquilo. Depredador. Como un gato antes de saltar. Yo estaba poniendo la mesa y sentía su mirada taladrándome la espalda.

–¿Dónde estuviste hoy? —preguntó cuando llevé la comida. Sin emociones. Como al pasar.

Me desconcerté. Sonreí como sé hacerlo.

–Sólo… fui a la farmacia. Se te olvidaron los apósitos.

Asintió. Despacio. Masticó largo rato. Dejó el tenedor. Me miró a los ojos:

–Podías haberme escrito. O haber esperado a que regresara. Sabes que me preocupo por ti.

Asentí. Demasiado rápido. Culpable. Encogiéndome por dentro.

–¿No te encontraste con alguien, verdad? —lo dijo como al descuido, pero ya sentía el nudo en la garganta.

–No. Solo compré lo que necesitaba y me fui.

Asintió otra vez. Volvió al silencio. Pero ya no me miraba. Ni me tocaba. Solo se sentó a comer. Y yo volví a convertirme en una sombra. En aire. En alguien a quien se puede castigar incluso con el silencio.

Me acosté antes que él. De espaldas a la pared. No apagué la luz. Porque cuando guarda ese silencio… me da miedo la oscuridad.