Y en esa taza de té vi toda mi vida. Hirviendo. Evaporándose. Desapareciendo. Sin dejar rastro.
Él lo llama cuidado. Pero yo entendí de pronto: no quiero té en la cama. Quiero que me escuchen. Que me respeten. Quiero poder decir “no” —y no temer la represalia. Quiero que mi “yo” no sea una sombra en su pasillo, sino una voz, un cuerpo, una luz.
Quiero ser yo. Y él —nunca me lo permitirá. Porque su amor no es amor. Es comodidad. Control. Poder.
Y entonces, recordé a mi abuela. A veces, como si fuera una fiesta secreta en su calendario interno, le daba por "cuidarme". Solía pasar los fines de semana. Se ponía un viejo delantal lleno de manchas de otra época y anunciaba solemnemente:
–Voy a preparar avena. Es saludable.
Su cocina era como una especie de nigromancia —un proceso confuso, oscuro, con resultados dudosos. Todo acababa en una especie de zen carbonizado. La avena se transformaba en algo entre cartón mojado y cemento quemado. Una masa gris, pegajosa, con grumos que parecían los ojos tristes de gatitos muertos. Y ella me ponía ese plato delante, con cara de mártir, con un tono de sacrificio heroico:
–Come. No cocino por gusto, lo hago por ti. Y tú, ingrata. Nunca valoras lo que hacen por ti. Me parto el lomo todo el día. Y no estoy obligada, ¿sabes? Pero aquí estoy, cocinando. Porque alguien tiene que cuidarte.
Y yo miraba esa masa asquerosa y sentía que se me cerraba el estómago. Tenía hambre, pero no tanta como para comer eso. Sabía que si lo metía en el cuerpo, me sentiría como si mi estómago fuera un basurero. Pero no tenía derecho a decir que no. Porque si decía “no quiero”, era ser desagradecida. Era traición.
–¿Bueno? ¿Qué esperas? —se irritaba. – Yo me esfuerzo, y tú haces caras. ¿Quién te va a querer así? Ni siquiera sabes respetar una comida sencilla.
Me tapaba la nariz, daba un sorbo —y me atragantaba. No porque quisiera. Sino porque debía. Porque de lo contrario —no había amor. Solo reproches. Solo vergüenza.
Y entonces lo sentí por primera vez: ese “cuidado” no da calor. Asfixia. Es una transacción. Silenciosa. Aplastante. Si comes —eres buena. Si no —una carga.
Y yo quería ser buena. Quería que me quisieran. De cualquier forma.
El “cuidado” de mi abuela no abrazaba. Estrangulaba. Era como esa comida obligada, porque “es lo que hay”. Come, decía, y yo comía, tapándome la nariz, intentando no respirar —porque el olor de esa cebada grasienta me daba náuseas. Y luego —vomitaba. Esa misma avena. El estómago se rebelaba, como si él mismo quisiera librarse de la humillación. Y mi abuela, con los ojos en blanco, murmuraba: “Ingrata. Encima que comes de lo mío, haces ascos”.
Eso no era amor. Era un contrato. Si eres buena – se te permite respirar cerca.
Y ahora, mirando esta taza, entendí: estoy otra vez en aquella infancia. Solo que en vez de la abuela – Vlad. En vez de avena – té. Pero el mensaje es el mismo: sé conveniente. O cállate.
Y mientras el té se enfriaba, algo dentro de mí despertaba. Algo olvidado. Algo muy importante. Mi yo verdadero – el que él llevaba tanto tiempo intentando apagar.
Capítulo 8. El primer paso hacia fuera
Esa noche me quedé sola. Él se fue “a hacer unos trámites”. Normalmente avisa, dice que estará disponible, me manda fotos de dónde está. Hoy – silencio. Y eso fue raro.
Caminaba por el piso como si las paredes respiraran conmigo. Todo estaba en su sitio. Limpio. Seguro. Como a él le gusta.
Pero por dentro no estaba tranquila. No era miedo. Era deseo. Quería decírselo a alguien. No en voz alta. Solo… escribirlo. Una letra. Una palabra. Una señal. Cualquier cosa. Para fijar que todavía pienso. Que algo en mí se mueve. Que yo – no soy él.