Ella colocó su taza en el platito, despacio.
– ¿Y alguna vez pensaste que el del sueño… podrías ser tú? Esa tú a la que no dejan salir. La que ama, siente, habla. La verdadera tú.
Y sentí miedo. Porque tal vez… tenía razón.
No respondí enseguida. Bajé la mirada. La garganta se me cerró, como si dentro hubiera un nudo – no de lágrimas, sino de palabras nunca dichas.
Ella me sirvió más té.
– No tengas prisa – dijo. – Pero si quieres, puedo darte algo. Una práctica pequeña.
Levanté la vista. Sacó de un cajón una libreta con la tapa desgastada por los bordes y la puso delante de mí.
– Escribe. No tiene que ser bonito. Ni inteligente. Solo – todo lo que sientas. Cada día. Qué dijo Vlad. Cómo reaccionaste. Qué pensaste. Incluso si te asusta.
– ¿Es un diario? – pregunté.
– Es un espejo. Para que te veas a ti misma. A la real. No a la que él mira. No a la que inventaste para sobrevivir. Sino a la que tiembla por dentro. De dolor. De alegría. O de libertad.
Pasé los dedos por la tapa. Sentí ganas de llorar, pero no salieron lágrimas.
– Y otra cosa – añadió ella. – Observa. No a él. A ti. Cómo te sientes a su lado. Antes de hablar. Después. Cuando está cerca. Cuando calla. Cuando se va. ¿Dónde se tensa el cuerpo? ¿Qué dice el corazón? Todo eso también es texto. Tu diario interno.
Me quedé en silencio. De repente sentí que estaba al borde de algo. Y si daba un paso – ya no habría vuelta atrás. Pero quedarme donde estaba… era insoportable.
Ella me miró con atención:
– No tienes que decidir nada ahora. Solo empieza a notar. Todo. Hasta lo más mínimo. Y no te culpes por lo que veas.
Asentí. Tomé la libreta. No dije gracias – no me salió. Pero dentro de mí algo se estremeció. Como si en una habitación oscura se hubiera agitado un pájaro vivo.
Tal vez sí existo. Tal vez simplemente hacía mucho que nadie me escuchaba. Ni siquiera yo misma.
Capítulo 9. Me miras… como si fuera otra
Me quedé sentada mucho rato con la libreta en las manos. La hoja estaba en blanco, pero en mi cabeza había ruido. Como un murmullo constante que se interrumpe a sí mismo. No sabía por dónde empezar. Así que simplemente me levanté, me puse el abrigo y salí.
Mis pies me llevaron solos hasta una iglesia antigua cerca de casa. Olía a velas, a frío, a polvo… y a algo muy cálido. Entré despacio, casi sin hacer ruido, y me senté en un banco.
No recé. Solo estuve ahí. Escuchando cómo mi corazón latía distinto, como si estuviera por fin libre. Como si ya nadie lo tuviera apretado por la garganta.
Cuando volví a casa, Vlad estaba de pie junto a la ventana. Se giró enseguida, como si me estuviera esperando.
– ¿Dónde estabas? – su voz era tranquila, pero con cuerdas tensas por debajo.
– En la iglesia – dije. Con sinceridad. En voz baja.
Se rió con desprecio.
– ¿A la iglesia? ¿En serio? ¿Ahora eres de esas? – bufó. – Eso es para idiotas. ¿Qué hiciste? ¿Encendiste una velita? ¿Buscaste perdón por tus pecados?
Levanté la mirada. Lenta. Firme.
– Tal vez eso me ayude. No lo sé. Solo… lo probé. No pierdo nada, Vlad.
Guardó silencio de golpe, y el aire se volvió denso. Luego, de pronto:
– Pues adelante. Ve. Claro que sí. No estás encerrada. Haz lo que quieras. Igual y de verdad te ayuda. Porque estás… rara últimamente. Te miro – y no te reconozco.
Me quedé inmóvil.
– ¿Qué quieres decir con que no me reconoces?
Se acercó. Entrecerró los ojos, como si me estudiara.
– Tu mirada ha cambiado. ¿Lo entiendes? Me miras… como si fueras otra.
– ¿Cómo? – susurré.
Se encogió de hombros, con esa calma suya que escondía cuchillas: