– Has cambiado.

Me quedé quieta.

– ¿En qué sentido?

No respondió enseguida. Solo inclinó un poco la cabeza y añadió:

– No lo sé. Eres distinta. No dices nada malo. No discutes. Pero… ya no eres la misma.

Encogí los hombros. Quise decir que eso es algo bueno. Pero me callé.

– ¿Estás ocultando algo? – preguntó de golpe.

– No.

Se levantó, se acercó.

– Tu mirada ha cambiado. Antes me mirabas con expectativa. Ahora… como si dentro de ti hubiera otra vida. Oculta. Sin mí.

Lo miré. Y de pronto lo sentí: tenía miedo. No por mí. Tenía miedo de perder el control. No entendía cómo había cambiado yo. Porque él no había dado permiso para eso.

– Simplemente me siento más tranquila – dije en voz baja. – Eso es todo.

Asintió, pero su mandíbula estaba tensa. Tomó el móvil y se fue a otra habitación. No cerró la puerta, pero pude oírlo: hablaba con alguien. En voz baja. Rápido. Seco.

No escuché lo que decía. Solo lo anoté todo en mi cuaderno. Cada palabra. Cada emoción.

Y con cada línea escrita, sentía crecer dentro de mí algo que ya no podía detenerse. Resistencia.

Lo que no tiene nombre

La intimidad con él… al principio la deseaba. Recuerdo cómo al comienzo me sentía atraída. Como mujer, como persona, como cuerpo que anhela el contacto. Quería ser amada. Quería dar. Quería recibir.

Pero Vlad siempre creyó que debía ganarme su deseo. No lo decía abiertamente. Hacía pausas, me miraba evaluando, fruncía el ceño o decía con voz lenta:

– Podrías esforzarte un poco más. De verdad. Un poco más de seducción, de feminidad. No es tan difícil.

Y luego, cuando no le funcionaba, susurraba:

– Tienes… un cuerpo que no es perfecto. Ya lo ves. Es que, fisiológicamente, no puedo. Lo intento, de verdad.

Yo lo escuchaba – y sentía que algo moría dentro de mí. Me culpaba. Me miraba al espejo y solo veía defectos. Intentaba volverme deseable. Me moría de hambre. Me atiborraba de pastillas. Y después – comía. Sin parar. Llorando. Desesperada. Y luego – corría al baño. Vomitaba por odio hacia mí misma.

Así empezó la bulimia. Entró en mi vida en silencio. Como consuelo. Como castigo. Como una forma de recuperar algo de control.

Todo comenzó dos años después de vivir con él. Y al cabo de tres, ya no sabía cómo comer sin sentir asco por mí. Pensaba todo el tiempo: tal vez él solo quiere a otra. Tal vez yo soy un error.

Pero luego me calmaba: no. Él no me engaña. Solo está infeliz. Solo que mi cuerpo no le despierta deseo. Es culpa mía. Debo hacer algo.

Me destrozaba. Y él decía:

– Muy bien. Veo que te esfuerzas. Quieres estar delgada. Cuidas tu salud. Eso está bien.

Él no sabía que por las noches me plantaba frente al espejo, al borde del ataque de nervios. Que no podía respirar del miedo. Que me odiaba. Y que todo había empezado por sus frases, por su mirada, por su repulsión silenciosa.

Y ahora… después de cinco años…

Me tiembla el cuerpo solo de pensar en el contacto. Me da miedo. Sus manos – son hielo. Su mirada – una orden. No quiero. Me encojo entera cuando se acerca.

Pero él dice:

– Lo necesito. Eres mi esposa. Es normal. Aguanta. Es parte de la vida. No inventes cosas.

Y yo aguanto. Me acuesto. No me muevo. Cierro los ojos y me separo mentalmente del cuerpo. Como si no estuviera.

Y pensar que antes… sentía algo. Había calidez. Incluso placer. Pero ahora – solo hay dolor.

Y sé que no es cuestión del cuerpo. Es miedo. Es el odio hacia mí misma que él cultivó dentro de mí. Es saber que no se puede construir amor con vergüenza. Solo que lo entendí demasiado tarde.