El primer pensamiento de libertad
Cada vez más seguido me descubro en la misma escena: parada junto a la ventana, en silencio total, pensando – ¿y si simplemente me voy? Sin escándalo. Sin drama. Solo levantarme y salir. Abrir la puerta y desaparecer.
Antes me parecía imposible. Pensaba que sin él – vendría el abismo. La oscuridad. El vacío. Él lo decía tan a menudo que terminé creyéndolo. Que solo a su lado estaba protegida. Que el mundo era peligroso. Que la gente era cruel. Que debía sentirme afortunada de que él me “aguantara”.
Pero ahora, cuando miro por la ventana, por primera vez no veo peligro. Veo un camino. Veo vida.
No perfecta. No mágica. Pero mía.
No sé cuándo nació ese pensamiento en mí. Tal vez en la farmacia, cuando la mujer me dijo: “si necesitas algo – aquí estaré”. Tal vez en la iglesia, cuando por primera vez me escuché a mí misma. O quizás cuando Vlad volvió a decir:
– ¿Otra vez comiste de noche? ¿Crees que no oigo cuando vas al baño?
No respondí. Solo lo miré… y pensé: tú no oyes cómo me muero cada día a tu lado.
Este pensamiento no grita. No exige. Es como una campanita suave dentro de la niebla.
No estoy haciendo maletas. No estoy comprando boletos. Solo estoy, por primera vez en mi vida, permitiéndome imaginar que puedo irme.
Y solo por eso – ya respiro mejor.
No sé cuándo ocurrirá. Pero ahora sé… que es posible.
Capítulo 11. El primer golpe
Ese día volví a la iglesia. Estaba tranquila, en silencio. Después de la misa me quedé a hablar con una mujer que había conocido hacía poco. Se llamaba Olya. Tenía un hijo pequeño; su marido la dejó cuando estaba de cuatro meses.
– ¿Y cómo lo superaste? – pregunté con sinceridad, con un nudo dentro. No sé por qué lo pregunté. Tal vez quería saber si es posible sobrevivir a algo así.
Ella sonrió. Una sonrisa amarga y luminosa a la vez.
– Al principio, de ninguna forma. Pasé una semana acostada. No comía, no bebía, solo miraba al techo. Un día vino mi amiga, puso una bandeja con comida y dijo: “Si no te levantas, te voy a bañar yo misma y te daré de comer”. Lloré por primera vez en mucho tiempo, no de dolor, sino porque alguien seguía ahí, conmigo.
La escuchaba y me sorprendía: en su voz no había autocompasión. Solo fuerza. Una fuerza que no grita, que se lleva dentro.
– Y luego todo empezó a cambiar – Olya sonrió. – Alguien trajo pañales, otro me ayudaba a subir el carrito al minibús. Un día, un viejo amigo de mi ex, sí, ese que solo bebía con él, vino y me dejó un saco de comida infantil. Dijo: “No lo tomes como ayuda, solo que el niño no pase hambre”. Y desapareció. Ese día entendí que los extraños pueden estar más cerca que la familia.
Yo me quedé en silencio. No tenía amigas. Ni conocidos así. Nunca. Todo lo que tenía era Vlad. O al menos eso creía.
Después fuimos al parque. Ella empujaba el cochecito de su hijo, y yo caminaba a su lado, sintiéndome, por primera vez en mucho tiempo, no una cosa… sino una persona.
– ¿Tú quieres tener hijos? – me preguntó de pronto.
Me quedé descolocada. Me encogí de hombros.
– Me da miedo. Mi esposo odia a los niños. O les teme. O simplemente… todavía no es un adulto.
Olya asintió.
– Te diré algo. Nunca tengas miedo de desear. Aunque todo a tu alrededor diga: no se puede, no es el momento, no con esa persona. Desear es natural. Lo importante es no traicionarte a ti misma.
Cuando volví a casa, Vlad ya me esperaba. Su cara estaba serena, pero algo en ella temblaba. Me miraba mientras me quitaba el abrigo, colgaba la bufanda. Y guardaba silencio. Hasta que me acerqué.