El mundo se quedó en silencio. Todo se congeló. Incluso él. Incluso yo. Dolía, pero… todo se volvió extrañamente claro.
Retrocedió.
– Tú me provocaste. Tú… ¿por qué me haces esto?
Guardé silencio. Solo me sujeté la cara y lo miré. Sin lágrimas. Sin palabras. Sin miedo.
Porque ese momento fue el principio del fin. Ya no tenía miedo. Empezaba a odiarlo.
Capítulo 12. Silencio
Después del golpe, cayó un silencio muerto. Se fue a la cocina, cerró la puerta del refrigerador de un portazo. Algo tintineó, como si se hubiera caído – un frasco, un vaso, algo de vidrio. Luego, nada. Ni pasos, ni palabras. Solo una pausa, en la que lo único que se oía era mi respiración. Lenta. Irregular. Como si viniera desde el sótano.
Yo me quedé en el pasillo. Todo se veía igual: las mismas paredes, las mismas cortinas descoloridas, el mismo olor a apartamento viejo. Pero ya nada era lo mismo. Como si alguien hubiera desenchufado el cable de la luz, y yo me hubiera quedado a oscuras. Sin sentido. Morí – no el cuerpo, sino todo lo que alguna vez se llamó amor. Solo quedó una sombra. Seca. Silenciosa. Vacía.
No lloré. No llamé a nadie. No hice la maleta. Simplemente me acosté en la cama y me quedé mirando el techo. Vacío. Incluso dentro de mis pensamientos – solo eco. Ni una frase clara.
Él volvió después. En silencio. Se sentó a mi lado. Guardó silencio mucho tiempo. Y solo entonces, sin mirarme, soltó:
– Perdóname.
No respondí.
Puso su mano sobre la mía. Con cuidado. Como si yo fuera de porcelana.
– No sé qué me pasó. Solo que… siento que te estás escapando. Y tú eres mía. No sé hacerlo de otra manera. Solo tengo miedo de perderte.
Y en ese momento quise creerle. De verdad. No porque hubiera cambiado. Sino porque estaba cansada de odiar. Porque el odio pesa. Cargarlo cansa más que el amor.
Me trajo un té. Me envolvió en una manta. Me acarició el pelo.
– Todo va a estar bien. De verdad. Vamos a salir adelante. Tú sabes cuánto te amo.