– Como si quisieras matarme.

Retrocedí. Como si me hubiera golpeado con esa frase.

– ¿Qué estás diciendo? Yo no te miro así. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué siempre crees que soy… mala? ¿Que soy una amenaza?

Se rió, con esa seguridad suya, casi aburrida.

– Porque esa es tu mirada. Solo que tú no lo sabes. Yo desde fuera lo veo mejor. Te siento más que tú misma. Tú no percibes la oscuridad en ti. Yo sí.

Se alejó un paso y soltó:

– Así que ve, anda. Tal vez te calme. Tal vez vuelvas a ser dócil. Como la mujer que siempre amé.

Me quedé ahí, de pie. El corazón detenido bajo el peso de sus palabras. Por dentro, todo gritaba. Pero por fuera – solo silencio.

Porque entendí: él me llama mala… para que yo no tenga derecho a enojarme con él.

Pasó una semana. Fui varias veces a la iglesia. Un día entré a una clase bíblica. Había gente común: unos callaban, otros hacían preguntas, algunos compartían su dolor. Y nadie intentaba arreglarme. Solo me senté y escuché. Y por primera vez en mucho tiempo me sentí parte de algo más grande. Algo vivo.

Volví a casa con el corazón ligero. Hasta mi paso era diferente. Volvía a parecer una persona. Por primera vez en meses.

Vlad estaba en su sillón, mirando por la ventana. Me oyó entrar, pero no se giró de inmediato. Luego, sin mirarme, dijo:

– No me gusta que te esté gustando tanto esa cosa de la religión.

Me quedé quieta.

– ¿Por qué?

Se volvió. En sus ojos no había ira. Solo esa decepción que él usaba como castigo:

– Pensaba que eras una mujer inteligente. Pero resulta que eres como todos esos. Esa masa que cree en cuentos de hadas. ¿De verdad crees que Dios existe?

– No lo sé – respondí. – Tal vez sí. Solo siento que hay algo… más grande. ¿Y qué tiene de malo? Me da esperanza. Me ayuda a vivir. A alegrarme.

– Todo eso son herramientas de control. Un mecanismo inventado para manipular a la masa. A la gente le resulta más fácil creer en el cielo que asumir responsabilidad. Todo se puede explicar con lógica.

– No todo, Vlad. Hay cosas que no podemos explicar. Hay cosas que simplemente… se sienten. ¿Por qué eso tiene que estar mal?

Se levantó. Caminó por la habitación. Luego se giró de golpe:

– ¡Porque mi mujer se está volviendo loca!

– No me estoy volviendo loca.

– ¿No? ¿Y desde cuándo eres creyente, entonces? Toda tu vida te ha dado igual. ¿Y ahora qué?

Exhalé.

– Siempre creí. En el fondo. Solo… nunca lo decía. No podía sentirlo, porque vivía todo el tiempo con miedo. Ahora solo quiero… orar. Meditar en silencio. A veces. Eso no significa que me vaya a un convento. Solo quiero un poco de paz en el alma.

Me miró largo rato. Y luego, como si se apagara de golpe, asintió:

– Está bien. Siéntate. Tomemos un té.

Trajo las tazas. En silencio. Se sentó a mi lado, me tomó la mano y dijo:

– Mira… para mí todo eso es una tontería. Pero si a ti te hace feliz – ve, reza, medita, anda donde quieras. No voy a impedirlo. Solo que tienes que saber: a mí no me gusta. No lo apruebo.

Asentí. Por fuera – tranquila. Pero por dentro – por primera vez en mucho tiempo, le dije en silencio: me da igual.

Porque no estoy haciendo nada malo. Solo quiero vivir. Respirar. Rezar. Ser yo.

Y creo que recién ahora lo entendí: ya no necesito su aprobación para ser quien soy.

Capítulo 10. Él lo siente

Al día siguiente, estaba especialmente atento. No como antes – sin reproches, sin presión. Al contrario: callado, distante, pero con la mirada fija. Como si esperara algo.

Preparé el desayuno. Se sentó, pero no tocó nada. Solo me observaba mientras servía el té, mientras me movía por la cocina. Luego dijo: