La niña pequeña y su frialdad

A veces creo que todo empezó antes. Mucho antes.

Tengo cinco años. Estoy en el pasillo. Vestido azul arrugado, la abuela lo planchó antes de dormir. Estoy descalza, esperando. Papá llegó del trabajo. Pasó junto a mí. No me abrazó. No me miró. Solo se quitó los zapatos y fue a la cocina. Y yo lo esperaba. ¿Por qué? No lo sé…

Me quedé ahí parada, esperando que se volviera. Que dijera algo. Que al menos asintiera. Pero ya estaba sirviéndose el té.

Apreté los dedos de los pies contra la alfombra y dejé de respirar. Todo mi cuerpo vibraba: mírame. Estoy aquí. Te estaba esperando… Dime que soy buena. Dime que me quieres…

Él amaba a mi hermano. Le sonreía. Bromeaba con él. Pero conmigo era frío. Como si hiciera algo mal solo por existir.

Y desde entonces, algo dentro de mí se volvió como un tentáculo fino —siempre buscando calor. Sentía cuando alguien me miraba con aprobación. Cuando el tono de alguien era más suave. Cuando una palabra casual era una señal. Buscaba confirmación de que existía. De que me veían.

De ahí vienen mis sueños. En ellos sentía lo que me faltaba en la vida real. Allí me miraban. Me abrazaban. Me decían que era importante. A veces, alguien en esos sueños decía frases que luego escuchaba en el día —en la tele, de un desconocido, en un anuncio. Y me detenía. Como si el mundo me hablara cuando las personas callaban.

A menudo siento que ya estuve en ciertos lugares. Que ya vi esa mirada. Que ya escuché esa frase. Los déjà vu se volvieron un consuelo. Como si no estuviera sola. Como si dentro de mí viviera alguien más. Más sensible. Más real.

Elegía a hombres que se parecían a papá. Cerrados. Severos. Silenciosos. Aquellos ante quienes había que ganarse una sonrisa. Me sentía en casa junto al frío. Aunque suene absurdo. Simplemente, estaba acostumbrada. El calor —me asusta.

Como Vlad. Él también pasaba de largo. Y yo, cada vez – me congelaba, esperando.

Capítulo 3. Su cara buena

Después de ese silencio que duró casi una semana, él cambió. O fingió. No lo sé.

Trajo bollos tibios de esa panadería de la esquina. Olían a infancia. Dijo que simplemente pasaba por allí y pensó en mí. "Te gustan con canela, ¿verdad?", lo dijo tan suavemente que me dio vergüenza de todos mis pensamientos. De mis sospechas. De mi resentimiento.

Luego, nos sentamos en el balcón. Me tomaba de la mano, y yo miraba sus dedos pensando: ¿de verdad está pasando esto? Hablaba en voz baja, como si temiera espantar la calma:

–De niño le tenía miedo a la oscuridad. Me dolía el estómago del miedo. Sentía que si cerraba los ojos, alguien vendría a llevarme. Me escondía bajo las cobijas y esperaba el amanecer…

Asentí. Él siguió:

–Y mi madre… no le gustaban esas cosas. "Eres un hombre", decía. "Deja de lloriquear. Ve a hacer tus deberes". Y si sacaba malas notas, simplemente… dejaba de hablarme. Por días. Silencio total. Era peor que un castigo.

Lo escuchaba y algo dentro de mí se revolvía. No era el Vlad que hiere. Era un niño. Pequeño. Con los ojos enormes. Quería abrazarlo. Perdonarlo todo.

Asentía, lo escuchaba, me recostaba en su hombro. Y dentro de mí todo se derrumbaba otra vez —pero en otra dirección. Sentía culpa. ¿Cómo pude pensar mal de él? Ahora se veía tan… real. Tan humano.

Pero de pronto —un recuerdo. Un destello. Yo, de pequeña, de pie en la cocina, descalza, sucia, con el labio partido. La abuela gritando:

–¿Quién te dio permiso de comer ese chocolate? ¡No era para ti, era para Kolya!

Kolya estaba al fondo, golpeando el respaldo del sofá con el puño, aullando como una sirena. Noté de nuevo que solo actuaba así con sus hermanas y con la abuela. Conmigo era distinto… ¿Fingía? Aunque fingir ser esquizofrénico no parece muy rentable, salvo si quieres que te den dulces por lástima.