No sabía qué decir. Solo quería probar. Solo un pedacito, como cualquier niño. A Kolya le compraban chocolates, caramelos, helados. Todo se le permitía. A mí… solo me quedaba mirar cómo se atiborraba hasta vomitar. Y el ciclo se repetía.

Lo miraba, a él y a sus montones de golosinas, sin entender: ¿acaso los adultos no ven que le hace daño? A veces no se levantaba de la cama por días. Vomitaba bilis negra. Mi vecina decía que era porque él era pura maldad, pero en confianza —añadía—, que eso era la hiel saliendo. Que debería ir a la iglesia, suspiraba la abuela Nyura.

Y yo veía la conexión. Después de cinco o diez chocolates en una hora, se descomponía. Vomitaba con violencia.

Entonces me preguntaba: ¿por qué siguen trayéndole bolsas de chocolate, como si fuera una ofrenda a un ídolo? Había muchos parientes —y todos creían que debían regalarle montones de dulces. No todos los días, pero con frecuencia.

A mí también me daban algo, a veces. Pero la abuela lo quitaba enseguida. Decía que Kolya lo necesitaba más. Que era especial, enfermo. Y yo —ordinaria. En ese "ordinaria" me ahogaba como en un charco sucio: invisible, insignificante, sobrante. Kolya, a veces, me daba un caramelo mordido —como si fuera un acto de generosidad. Y yo lo tomaba. Porque no había otra cosa. Porque era la única migaja de atención que me permitían.

La abuela creía que yo no lo merecía. Y no había forma de merecerlo. La esquizofrenia era el boleto al mundo de lo dulce. Si no tienes diagnóstico —cállate. Solía bromear conmigo misma que tal vez debería fingir locura para ganar al menos un chocolate.

Y luego… empezaron los milagros. Personas llegaron a mi vida como por orden divina. Taísia Ivánovna, la subdirectora, me eligió —una niña sin rumbo— entre todos los niños. Me invitaba a tomar té, me traía bocadillos, me defendía del desprecio. Luego vinieron los talleres: danza, bordado, coro. Clases donde los adultos, por primera vez, me trataban con bondad. Con respeto. No fue casualidad que me inscribieran allí —alguien puso su alma. Sentía que le importaba a alguien.

Ellos fueron mis primeros vínculos reales. Mis adultos, los que me querían sin condición. Yo no entendía por qué. No era agradecida. Huía, hacía escándalos, era grosera. Una salvaje que mordía la mano que la ayudaba. Pero no se rendían.

Tardé en creer. Pensaba: se irán. Como papá. Él me amó —hasta que nació mi hermano. Hasta los cinco años. Luego… desapareció. Dio su alma a otro hijo. Y entendí: su amor no era verdadero. Apareció alguien "mejor" —y yo fui descartada. Por eso, cuando la abuela volvía a gritarme por intentar comer chocolate, dentro de mí se repetía el mantra: "No lo mereces. Nunca lo mereces. Aunque lo intentes. Aunque seas buena."

No era mala. Pero me convencieron de que sobraba. Y eso duele más que ser mala.

–¡Otra vez como una cucaracha, metiéndote donde no debes! —gritaba la abuela. Yo temblaba, escondía las manos. El labio palpitaba de dolor. Migas y gotas de sangre en el suelo. Y en el vientre —vacío. No de hambre. De vergüenza.

Otro flash. Otro rostro. Mi tío. Sus dedos en mis costillas. Presionando. Lento. Con deleite. Como si midiera cuánto aguantaría. No gritaba. No podía respirar. Ardía el pecho. La visión se nublaba. Él miraba y susurraba:

–Eres un error de la naturaleza. Nunca debiste nacer.

Recuerdo cómo me inmovilizaba en el suelo, susurrando horrores. Cómo fingía ducharse, cerrando con llave, esperando a que la abuela saliera. Cómo me acechaba. Un depredador. Su mirada —inhumana. Depredadora. Con una alegría fría, animal.