Los pasos se acercaban. Al principio pensé que era otra alucinación – quizá Lana jugando conmigo otra vez—, pero al prestar atención, me di cuenta: eran reales. Y no venían solos. Había voces. Voces masculinas. Discutían, gritaban. Aquellos gritos llenos de insultos me taladraron el cerebro.

Me paralicé al instante. El corazón se me convirtió en un bloque de hielo. ¿Gritar? ¿Pedir ayuda? No… No debía.

Mi subconsciente encendió todas las alarmas, recordándome cómo, en un sótano, cuatro bastardos rompieron mi vida, mi mente, todo mi ser.

Desde entonces no confío en los hombres. Les temo.

¿Quiénes eran esos visitantes inesperados? ¿Qué hacían ahí en plena noche, soltando semejantes palabrotas? El terror me invadía poco a poco, como un sudor helado que bajaba por mi espalda.

Y no eran los primeros que rompían a una como yo

Los hombres se acercaban. Retrocedí, los instintos disparados. Y lo único que se me ocurrió fue meterme debajo de la cama. Un escondite pésimo, pero no había otra opción.

– Hay una cerradura – dijo uno de ellos.

– Aquí está la llave —respondió el otro.

– Esa vieja perra dijo que la chica era salvaje —soltó uno con voz ronca.

– No importa, hemos quebrado a peores —contestó el otro, y sentí cómo se me cortaba la respiración, como si el aire dejara de entrar en mis pulmones.

– Creo que Angelina contrató sicarios para que te maten —murmuró Lana, apartándose de mí como si el horror la hubiera congelado también—. Quédate quieta, no te muevas.


Apenas podía respirar, acurrucada bajo la cama. El aire era tan denso que sentía como si las paredes mismas me aplastaran, impidiéndome moverme. Los hombres entraron en la casa, y sus linternas rasgaban la oscuridad, como cuchillos abriendo cada rincón de la habitación. Me empezó a dar vueltas la cabeza, el aire se volvía cada vez más pesado, y sentí que podía desmayarme justo ahí.

–¿Y dónde está? – uno de ellos pronunció mis peores temores.

–Por aquí cerca. Seguro que se escondió – siseó el otro, escupiendo cada palabra con odio.

Miré a Lana. Me parecía que ahora la veía más claramente, como si debajo de la cama hubiera suficiente luz. Se apoyó levemente en los codos y giró la cabeza, haciéndome una seña para que no respirara.

Y aun así, como ya dije, en esa casa había un solo lugar donde esconderse: debajo de la cama. Justo ahí fue donde decidieron buscar los invitados no deseados.

Uno de ellos se agachó y alumbró con la linterna. Cerré los ojos con fuerza, sintiendo cómo una descarga dolorosa recorría mi cuerpo, retorciendo mis entrañas. Literalmente sentí cómo una fuerza desconocida me anudaba los nervios.

–¿Y a quién tenemos aquí? – el hombre mostró una mueca que no era sonrisa, sino amenaza.

El segundo también se agachó junto a la cama y empezó a alumbrar con su linterna. Luego unas manos me agarraron por los hombros y me tiraron bruscamente. Grité, y cuando intentaron taparme la boca, mordí la mano de uno de esos desgraciados. Inmediatamente recibí un golpe en la cara.

El que mordí me giró hacia él con tal fuerza que casi caigo de espaldas al suelo.

–¡Ah, con que te gusta morder, eh!

– N-no… Suéltenme…

– ¿¿Soltarte?? – si antes su tono era solo amenazante, ahora empezaba a hervir de verdad—. ¿De verdad crees que te vamos a dejar ir así como así? ¿Estás loca o qué?

En ese momento, después de recobrar un poco de fuerza tras el golpe, le di una fuerte patada y me lancé hacia la puerta. ¡Pero nada de eso! Me agarró del cabello y me tiró hacia atrás. Caí al suelo de golpe, raspándome las rodillas. El hombre me arrastró hacia él.