– ¿Y la seguridad? No me dejarán salir sin escolta – pregunté con inquietud. El corazón me latía como loco. ¿De verdad iba a ser libre?
– Con los guardias ya hablé. Y Félix no regresará en unos días, no se enterará – me aseguró.
Dudaba que no se enterara. Notaría mi ausencia para la noche y montaría un escándalo. Pero el olor de la libertad estaba tan cerca… ¡Tan dulce!
Temprano por la mañana bajé al garaje y subí a su coche.
– Agáchate para que no te vean los guardias – dijo ella al salir del terreno.
Después condujimos mucho por la autopista. Abrí un poco la ventanilla para sentir el aire fresco golpeando mi rostro. Sonreía. No sabía cómo iba a vivir en otro país, pero no importaba. Lo único importante era alejarme de ese infierno en el que llevaba tanto tiempo sobreviviendo.
Imaginaba que por la tarde ya estaría en el extranjero. Pero en lugar de eso, Antonina me llevó a una aldea perdida en la región de Riazán y me encerró en una casa abandonada con las ventanas tapiadas. Me dejó allí con algo de agua y comida, diciendo que necesitaba tiempo para preparar todo.
– Tengo que sacarte un pasaporte falso. Félix guarda tus documentos en la caja fuerte, así que te irás con uno nuevo – dijo, luego se llevó mi teléfono y cerró la casa por fuera.
No entendí de inmediato que había decidido enterrarme viva allí… Pasé tres días esperándola. Creía que regresaría, que cumpliría su promesa. Lana estuvo conmigo todo ese tiempo, así que no me sentía sola.
Aquella casa, que se convirtió en mi prisión, me producía escalofríos. Cada esquina, cada grieta de las paredes estaba impregnada de un miedo que se me metía hasta los huesos. Conocía esa casa al detalle, como si cada rincón se hubiera grabado en mi mente durante esos tres días. Las paredes estaban tan deterioradas que los trozos de yeso dejaban al descubierto los ladrillos sucios, como si la casa mostrara su verdadera esencia podrida. Las paredes parecían respirar, recordándome lo mucho que habían aguantado, podridas por el tiempo, obedientes, pero espeluznantes.
La luz apenas se colaba – sólo unos débiles y tímidos rayos se filtraban entre las maderas que cubrían las ventanas. Aquellos rayos parecían morirse antes de llegar al suelo. Allí no había luz, ni esperanza. Solo oscuridad, que se colaba por todos los rincones como un moho húmedo, metiéndose bajo la piel.
Estaba encogida en una esquina; cada crujido me hacía latir el corazón al doble de velocidad. El chirrido de los tablones viejos sonaba como martillazos en mis nervios. El aire era pesado, viciado, como si también se hubiera rendido al movimiento. La atmósfera misma del lugar parecía viva, observándome mientras me volvía loca poco a poco.
– Lana, tengo miedo… – susurré, apenas atreviéndome a decirlo. Las palabras se me atascaban en la garganta, como si ellas también tuvieran miedo de salir—. ¿Y si de verdad no vuelve?
Lana, mi único vínculo con la realidad… o con la locura, apareció frente a mí, con los ojos llenos de incomprensión y rabia.
– ¡Te lo dije desde el principio, que no confiaras en ella! —su voz fue tan dura que di un respingo. Lana se inclinó hacia mí, con expresión seria, como si quisiera atravesar la muralla de mi miedo—. ¡Ya basta de esperar! ¡Llevas tres días aquí! Ella no va a volver, te ha enterrado aquí.
Sus palabras me golpearon directamente en el corazón, haciendo que mi respiración se volviera errática. Mis pensamientos se arremolinaban en mi mente, mezclándose con el pánico y el terror. Tenía que hacer algo. A toda costa.