Pero apenas había nacido aquella idea de escape, el silencio fue rasgado por el sonido de un motor. Mi corazón se contrajo de inmediato, como si una mano de hielo lo hubiera apretado desde dentro. Todas mis esperanzas de salvación se derrumbaron al instante. El miedo me golpeó con fuerza renovada, consumiéndome por completo. Pude imaginar a mis violadores, al regresar a la casa y descubrir que ya no estaba allí, con estallidos de furia en sus rostros al comprender que había escapado.

Van a atraparme. Este pensamiento me atravesó como un cuchillo. Su coche estaba más cerca de lo que había imaginado. Los faros, arrancándome de la oscuridad, me cegaron, como los reflectores sobre un escenario en el último acto de una tragedia. Me sentí como una presa acorralada: aquella breve esperanza resultó ser una ilusión. Una sola idea martillaba mi mente: Ahora sí van a atraparme, ahora sí van a matarme.

Tenía que actuar. El terror paralizante trataba de controlar mi cuerpo, pero sabía bien que quedarme ahí significaba firmar mi sentencia de muerte. Tenía que hacer algo, cualquier oportunidad era mejor que rendirme. ¿Correr? ¿Esconderme? Miraba desesperadamente a mi alrededor en busca de algún refugio. El bosque estaba justo delante, sus sombras eran la única posibilidad de ocultarme de esas malditas luces.

Necesitaba correr, pero ¿a dónde? Mi cuerpo seguía exhausto, mis piernas apenas se movían, pero tenía que seguir adelante, no podía permitir que el miedo me detuviera.

Mi mente estaba paralizada por el terror. Mis perseguidores no se habían detenido; los sentía justo detrás. Todo mi interior se contrajo ante la certeza de que la frágil esperanza de escapar estaba por desmoronarse. Mi instinto gritaba que huyera, pero el cuerpo no me obedecía. Intentaba avanzar, pero mis piernas apenas se arrastraban, como si cada célula de mi ser protestara contra aquel movimiento.

Me lancé hacia el bosque, impulsada únicamente por el miedo, que ahora se había convertido en mi única fuerza motriz.

Todo estaba arañado hasta sangrar

Me movía, impulsada por el miedo, cada vez más rápido. Pronto ya corría con bastante velocidad, aferrándome a ramas y raíces que me arañaban como garras de depredadores. La cara, las manos, las piernas—todo estaba cubierto de arañazos sangrantes. De repente tropecé, mi pierna cedió, y salí disparada hacia abajo, hacia un barranco. La caída parecía eterna, como en cámara lenta. Las ramas golpeaban mi rostro como látigos. Mi cabeza comenzó a zumbar, y sentía que mi cuerpo volaba por sí mismo.

Al aterrizar sobre la tierra fría, al principio no comprendí qué había ocurrido. Todo mi cuerpo ardía de dolor, y en mi cabeza reinaba una total confusión. Pero, un instante después, escuché pasos que se acercaban. Me habían encontrado.

– ¿Ya terminaste de correr? – se burló uno de ellos, acercándose más y agarrándome bruscamente por el cabello.

Sentí cómo el dolor explotaba en mis sienes, pero no podía gritar ni resistirme. Era como si el mundo entero se hubiese ralentizado de repente, convirtiendo cada instante en una eternidad.

– Ahora sí que no te escaparás – dijo el segundo, golpeándome la cabeza con tanta fuerza que la oscuridad inundó mis ojos. Perdí el conocimiento.

Cuando recuperé la conciencia, mi cuerpo nuevamente estaba atado. Con gran esfuerzo abrí los ojos y vi frente a mí una habitación amplia y fría, con ásperas paredes de piedra. La humedad rezumaba por ellas, el aire era húmedo y pegajoso, lo que me hacía estremecer. Una bombilla apenas encendida arrojaba una luz tenue, casi imperceptible en la penumbra. El suelo bajo mis pies estaba sucio, y allí se movían ratas. La sola visión de ellas hizo que mi estómago se contrajera instantáneamente. Sentí cómo el terror comenzaba a crecer en mi pecho, y un sudor frío apareció en mi frente. Otra vez ellos…