Vahid se quedó pensativo un segundo, luego empezó a moverse con más rudeza. Puse los ojos en blanco y solté un gemido triste, dejando caer lágrimas. Sentía cómo dos bayonetas alcanzaban mis rincones más profundos. Mi cuerpo colgaba sin fuerzas en las manos de los hombres, balanceándose al ritmo de sus movimientos.

El primero en terminar fue Amir. Al penetrarme por completo, se quedó inmóvil, derramándose profundamente en mi vientre. Poco después, también alcanzó el orgasmo Vahid. Se movía cada vez más rápido, hasta que de golpe sacó su polla de mi boca.

El semen masculino salpicaba mi rostro, entrando en mi boca aún entreabierta. Lloraba, incapaz de soportar lo que me estaba ocurriendo.

Cuando los desgraciados me soltaron, caí de lado sin fuerzas. Los hombres se subieron los pantalones y se pusieron de pie, dispuestos a irse.

En mí nació una esperanza: que todo terminara allí. Tal vez me matarían rápido.

– ¡Ahora vas a portarte bien! – proclamó Vahid con voz amenazante.

Me ataron las manos a la espalda y me arrastraron hacia la cama. El corazón me latía con furia, la desesperación me ahogaba por completo, pero justo en ese instante, como por arte de magia, apareció Lana. Bastó con que mis agresores salieran de la casa para que viera esa imagen clara y luminosa de mi adorada hermanita.

–¡Lana! – grité, con una alegría desesperada en la voz. Ella era la única luz en medio de tanta oscuridad, la esperanza salvadora. ¡Qué felicidad tan inmensa sentí al verla! El corazón se me partía de emoción.

–¿Dónde estabas? ¡Te he estado esperando! Esos malnacidos… ¡me violaron! ¡Y me ataron! ¡Ayúdame, por favor! —Las palabras salían disparadas, sin control. En cada sílaba vibraba la esperanza, abriéndose paso entre el miedo. En ese momento, estaba convencida de que Lana era mi salvación real.

Ella corrió hacia mí, sin dudar ni un segundo, e intentó desatarme las manos. Tenía una fe ciega en ella: creía, necesitaba creer, que lo lograría. Me dolían los brazos, las cuerdas se clavaban en la piel, pero yo no sentía dolor. Solo una espera desesperada por un milagro.

–No puedo… está demasiado apretado – se rindió al fin, con una voz apagada, llena de tristeza.

Sentí cómo toda mi esperanza se venía abajo como un castillo de naipes. Me ahogué en lágrimas amargas, los sollozos me sacudieron el pecho. ¿Qué esperaba yo? El destino, como un bufón cruel, volvía a jugar conmigo. Lana… pobre Lana. Esa criatura santa, siempre tan pura y dulce, no podía ayudarme. Claro que no podía. Porque no era real. Era solo un fantasma. Un fruto de mi mente enferma.

Era consciente de ello, lo sabía perfectamente, pero aun así mi mente jugaba conmigo, y por momentos olvidaba que Lana ya no pertenecía a este mundo físico.

Ella ya no podía influir en nada.

Sus caricias, sus movimientos… todo eso no era más que una ilusión, una manifestación fantasmal de mi desesperada necesidad de ser salvada.

Ella no podía liberarme, por mucho que lo intentara.

Después de la lucha con esos dos maníacos, me dolía todo el cuerpo. Después de los golpes, de sus manos apretándome, de su violencia brutal… todo mi ser estaba cubierto de un dolor que se extendía como una ola ardiente por los nervios, invadiéndolo todo, haciendo que cada célula gritara en una protesta muda.

La sola idea de que habían metido carne masculina en mi boca y que luego habían eyaculado allí me provocaba náuseas.

El estómago se me encogía como si alguien lo apretara con fuerza, sin dejarme respirar ni pensar. Sentía náuseas, y esa debilidad solo lo empeoraba todo.